Texto producido por mi amigo personal Juan Ponieman
El constructor que mayor renombre ha obtenido en los últimos años expone, en cada una de sus creaciones, un estudio sobre el comportamiento humano.
¿Qué tienen en común el pequeño A3 y el deportivo R8? A priori, absolutamente nada. Para obtener una respuesta concreta, es necesario bucear en los conceptos que han sido desarrollados para cada modelo y que engloban una idea común, una lógica propia del fabricante, y una sabiduría ancestral. Pueden ser tangencialmente diferentes, haber sido pensados para conductores extraños y modalidades de uso únicas, pero ambos, el pequeño ciudadano y el deportivo de circuito, comparten algo intangible y que no es posible vender, sino sentir. Son modelos simples de usar y de convivir a diario. No buscan complicar para generar admiración, ni dificultar para segmentar. Ambos modelos, como la extensa gama Audi, conserva ese detalle que lo impulsó a comienzos de los años ochenta. Podrán ser máquinas de altísimo rendimiento o los motores con tecnologías anticontaminantes más limpios del mundo, pero poseerán siempre como condición “sine qua non”, la simplicidad definitiva.
El primer Audi A3, de 1996, tuvo una visión particular: fue un modelo de lujo que podía ser adquirido en un envase pequeño. Aquél A3, obeso en su concepción estética, brindaba una sensación de plena seguridad; su indiscutible calidad interior y la soberbia experiencia conductiva orientaron al pequeño automóvil a un éxito sin precedentes.
El segundo modelo que amerita ser nombrado demostró cómo el ideal de deportividad podía ser reescrito, llevando la tracción al eje delantero, lentificando la conducción y aumentando exponencialmente el abanico de conductores. Con el TT, la empresa germana pudo movilizar a miles de conductores hacia una experiencia nueva,
plagada de satisfacciones, que englobaba todos los detalles que un vehículo deportivo debía tener: ser tan llamativo como atractivo, y ostentar velocidades realmente ilegales. Pero al estar desarrollado sobre la plataforma del A3 (y, en consecuencia, Volkswagen Golf), sus costos de producción no fueron elevados, lo cual descendió el valor de comercialización y multiplicó las ventas.
El siglo XXI demandó nuevos estudios sobre qué le interesaba al cliente Audi: la fiabilidad mecánica o el espacio interior ya no vendían como antes; de allí nacieron los nuevos modelos como el inmenso utilitario deportivo Q7 o el atractivo coupé A5.
Otro de los cambios que debió sufrir la marca para mantenerse en el segmento fue la orientación estética de cada vehículo. Para generar una identificación como constructor, los trazos de los diseñadores se unificaron creando frentes agresivos pero contenidos, rasgos firmes y carrocerías prácticas. Pero jamás debían salirse del libreto original ni perder la línea. Un Audi posee una tradición que no debe
disiparse por una razón simple: su filosofía no lo permite.
Respecto a la deportividad, otro de los pilares del éxito, el equipo de ingenieros tuvo que resolver cómo la explorarían, prescindiendo de la voracidad. Hasta ese momento, la única saga de sedanes deportivos eran los BMW Motorsport; por ello, en vez de rivalizar,plantearon su propia raíz. Sus automóviles deportivos serían tan
prácticos como serios y efectivos. Las gamas S y RS conservan estos dichos, de emocionar en cuotas, pero servir a diario. El ejemplo más interesante es el R8, citado al inicio. Puede alcanzar los 300 kilómetros por hora en pocos segundos, pero la suspensión jamás aportará dolores en la espalda. Su motor puede bramar potencia,
pero nunca silenciará una conversación.
Aquella raíz, germinada y alimentada, ha dado un fruto único e irrepetible.
Una marca íntegra, sin espacios vacíos. En la simplicidad de sus acciones, en la humildad de sus líneas y la efectividad de los conjuntos motrices se encuentra el verdadero Audi. Aquél que no precisa estar a la moda para vender moda. Un constructor inigualable que supo ver que los conductores no son pilotos, sino conductores.
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